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¡Hemos matado al perro, en lugar de la vaca!

No es que no puedas; es que todo está diseñado para que no lo hagas.

 

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La comida ya no solo alimenta: nos atrapa. Un “scroll” infinito parece más urgente que una conversación cara a cara. Recibimos hoy, en unas horas, más estímulos de los que nuestros antepasados del siglo XIIX recibían en toda su vida. ¿Es esto progreso… o una trampa diseñada para mantenernos eficaces, pero cautivos?

 

Lo que te voy a contar son dos fábulas cortas, pero que enseñan mucho y son aplicables a muchas facetas de la vida.

Una la aprendí de un antiguo maestro que me enseñó a amar a Dios y a su Palabra. La historia es "Mata tu vaca". La otra la leí en el libro de "Salmones, hormonas y pantallas", del Dr. Miguel Ángel Martínez-González, de la editorial Planeta. La historia es Mató al perro.

 

Si lo piensas, hay dos fuerzas que dominan nuestras decisiones: lo que alimentamos, "la vaca", y lo que preferimos silenciar, "el perro". A veces, protegemos hábitos que nos sostienen en lo inmediato; otras, acallamos las voces que nos advierten. Estas dos imágenes, la vaca y el perro, son las que van a guiar las siguientes historias.

 

La fábula Mata tu vaca comienza hablando de un maestro y su discípulo. Ambos peregrinaban por la India compartiendo su sabiduría. Uno de sus trayectos les hizo pasar por un pueblo perdido en las montañas.

Al llegar a las afueras, les sorprendió ver que no había apenas casas ni cultivos, solo unas pobres chabolas destartaladas. Iban andando por sus calles, si es que se les podía llamar así por el mal estado en que se encontraban, y se toparon de frente con un hombre tan andrajoso como los demás. El discípulo no pudo contener más su curiosidad y le preguntó:

-Oye, ¿qué es lo que pasa en este pueblo?

-Mira – le dijo -, ¿ves aquella casa en el centro del pueblo? Pues allí dentro tenemos a nuestra vaca. Es el único sustento que tenemos en este pueblo y, entre todos, nos ocupamos de que no le falte de nada. La protegemos y la cuidamos como nuestro bien más preciado porque, si un día faltara, no sabríamos qué hacer. Ella nos da leche con la que hacemos mantequilla, yogures, requesón... Y, con eso, se alimenta todo el pueblo.

 

El discípulo y el maestro decidieron pernoctar en el pueblo. Era noche cerrada, cuando el maestro habló por primera vez:

-Coge la vaca y empújala por el barranco.

Con todo el dolor de su corazón, el discípulo sacó a la vaca de su chabola y la empujó por el barranco.

Muy de madrugada, maestro y discípulo se marcharon de aquel lugar sin decir nada a nadie.

Años después, el discípulo, ya convertido en maestro, volvió a pasar por aquel pueblo. Su sorpresa fue mayúscula cuando, ya desde lejos, pudo vislumbrar la bonanza y el frenesí de actividad de aquel pueblo. Las casas se habían reconstruido, las calles asfaltado y la gente vestía con modestia, pero con elegancia. Casualmente, se topó con el mismo hombre con el que había hablado años atrás, y no pudo evitar preguntarle:

-¿Qué es lo que ha pasado aquí? Vine hace años y erais un pueblo pobre que solo tenía una vaca.

-¡Hombre, la vaca! – dijo divertido -. ¡Cuánto tiempo! Pues mira, como bien sabrás, toda la economía de este pueblo estaba basada en aquella pobre vaca, pero una noche desapareció sin más y casi nos volvemos locos. Por más que buscábamos, no aparecía por ningún lado, estábamos todos desesperados. No me acuerdo quién la encontró, fue casi por casualidad, en el fondo del barranco. Estaba muerta, la pobrecilla. Se debió escapar y caer durante la noche. Parecía el fin, pero algo teníamos que hacer, no había más opción. Como para nosotros su carne es sagrada y no la podemos comer, la cortamos, antes de que se pusiera en mal estado, y la vendimos al pueblo de al lado. Con el dinero de esa venta, compramos gallinas para que nos dieran huevos. Con los huevos que nos sobraron, nos pusimos a comerciar y conseguimos comprar unos cerdos. Con su carne, compramos bueyes con los que comenzamos a arar la tierra. Y ¡fíjate! Ahora somos uno de los pueblos más prósperos de la comarca. Y pensar que perdimos tanto tiempo con aquella pobre vaca.

 

Si la primera fábula nos muestra cómo aferrarnos a una vaca nos condena a la mediocridad, la segunda, "Mató al perro", nos advierte del extremo contrario: deshacernos, equivocadamente, de aquello que nos protege.

 

"El dueño de una casa aislada en el campo tenía un perro.

Una noche, el perro empieza a ladrar a las doce de la noche y despierta al dueño, que baja al jardín a ver qué pasa. Observa que el perro le está ladrando solo a un arbusto. Le increpa para que se calle y le deje dormir en paz. Después de la una de la madrugada, el perro vuelve a despertarle ladrando. De nuevo, el dueño baja y ve que solo es de nuevo el mismo arbusto. No sabe cómo callarlo, coge un palo, le pega y el perro se calla. A las dos de la madrugada, vuelve a repetirse la escena, pero el dueño ya está harto de que el perro no le deje dormir, así que coge la escopeta y mata al perro. Se vuelve a la cama. Entonces sale el ladrón que estaba escondido detrás del arbusto, roba y mata al dueño".

 

Y así es como estas dos fábulas nos dibujan a dos enemigos muy distintos.

 

Por un lado, la Vaca: esa comodidad, ese hábito dañino o ese sistema mediocre que nos mantiene en una falsa seguridad, impidiéndonos progresar. Creyendo que puede ser nuestra salvación, llega a convertirse en nuestra condena. Siempre anclados a la pobreza, ya no solo material, sino más bien la espiritual (¿Quién soy? ¿Qué hago? ¿Cómo lo hago? ¿Qué le da sentido a mi vida? Etc.)

 

Por otro lado, el Perro: nuestra voz interior, la conciencia en acción, las señales del alma que, con su incomodidad, nos avisan de peligros. ¿Qué hace que su ladrido sea tan incómodo que prefiramos acallarlo que escucharlo? ¿Cuánto de lo que haces está alineado con tus valores? ¿Si pudieras, qué harías diferente? ¿Qué te trae ese aprendizaje? Estas y otras preguntas vienen a traer equilibrio entre el Yo real y el Yo ideal.

 

¿Cuántas veces nos hemos acostumbrado a vivir en la mediocridad? Vivimos seguros en el mundo de los algoritmos que deciden por nosotros, dejamos de crear para copiar y, así, asegurar que dejamos escapar aquello que nos hace experimentar, aprender y crecer. "El poder de la vaca" es el que nos mantiene cautivos en un estado de confortable estancamiento.

Además, me da la sensación que vivimos en una sociedad que no solo grita "¡Mata al perro!", sino que nos da las herramientas de distracción masiva para que eso pase.

 

Esto me recuerda a la poderosa idea expresada hace siglos por el filósofo Pablo de Tarso, de que hay una ley escrita en nuestros corazones. Es esa brújula moral interna, esa voz que todos, en el fondo, reconocemos. Esa voz es el perro. Es nuestra conciencia. Y nuestra sociedad, en lugar de escucharla, nos da herramientas (desde el entretenimiento compulsivo hasta el relativismo absoluto) para acallarla y, finalmente, matarla.

 

"Porque cuando los gentiles que no tienen ley, hacen por naturaleza lo que es de la ley, éstos, aunque no tengan ley, son ley para sí mismos, mostrando la obra de la ley escrita en sus corazones, dando testimonio su conciencia, y acusándoles o defendiéndoles sus razonamientos (Rom 2:14-15 RV 1960)".

 

Entonces, ¿es que hay vacas que deberíamos haber matado? ¿Deberíamos haber matado la vaca de la comodidad? ¿Deberíamos haber resistido a la cultura del like? ¿Es el tiempo de sacrificar la vaca de la productividad tóxica que nos valora por lo que producimos y no por lo que somos?

Empujemos por el barranco la vaca de la hiperconexión digital, que nos ha hecho estar disponibles para todos, excepto para nosotros mismos y para los que conviven con nosotros.

 

Hemos matado al perro, a nuestra conciencia, a nuestra capacidad de aburrirnos, de indignarnos ante la injusticia, de incomodarnos en la mediocridad. Matamos al perro porque su ladrido era molesto. Creímos que era el enemigo, cuando en realidad era el mensajero.

 

La buena noticia es que aún se escucha su ladrido. Basta con dejar de darle de comer a la vaca. Basta con decidir que la falsa seguridad de la estabilidad mediocre duele más que el vértigo de la libertad.

 

A veces, el progreso comienza con un acto de aparente destrucción.

¿Estamos dispuestos, entonces, a empujar nuestra vaca por el barranco? Porque quizá el ladrido del perro nunca fue un estorbo, sino la señal de que ha llegado la hora.

 

¡Feliz día, y mucha fuerza para escuchar al perro!

 
 
 

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1 comentario


javinohemi
30 sept

Que buena reflexión!! Gracias por compartirla !!!!

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